miércoles, 15 de junio de 2011

la puta invertida


Oscurece aterrada. Sus copas, sus ropas. Tiradas por el piso. Rotas. Las ropas y las copas. Porque ella se emborrachó muchísimo y ya no supo más qué hacer. Pero saben lo que hizo? Echó a todo el mundo de la casa y apagó las luces. Quería estar a solas con los restos de sus invitados, las cosas que habían olvidado por las habitaciones. Desde la muerte de sus padres le había costado muchísimo asumir la felicidad de la gente. Prefería la euforia. Dar gritos y saltos y después sumirse en un desesperado silencio. Meditar sin pensar demasiado. Hacerse daño despintándose los ojos si total qué, la vida era una mierda igual. Hasta la próxima vez que descorchara algo. Los llamaba a todos para invitarlos un Möet. En la bodega de su casa sobraban. Su padre los había ido acumulando durante la agonía como si hubiese sabido que ella iba a necesitarlos. Dos cánceres al mismo tiempo, en la misma casa. Fueron unos meses revueltos y por esos meses cumplió veintidós. Se tuvo que ir a haciendo a la idea de terminar la universidad para orgullo de nadie.
Hasta que un día, finalmente, murió su madre. Dos semanas después (potenciado por la tristeza) su padre. Dos ricachones cuyo dinero era impotente frente a la metástasis. Su abuela le escribió desde República Checa para decirle que sentía mucho la muerte de su hijo, pero justo estaba comprando unos cuadros preciosos. Le describió los cuadros. Mercedes podía imaginarse los colores, pero no verlos. El mundo se había vuelto repentinamente blanco y negro hasta una noche en que tomó de más. Descubrió que estaba viva cuando no estaba sobria. Los amigos de la facultad no tenían casa para una previa y así empezó la cosa.
Aquella noche volcaron una botella de tinto entera en la alfombra de la biblioteca. Mercedes se alarmó muchísimo, se largó a llorar como una nena al borde del manchón bordó y aunque todos intentaron consolarla se descargó como una suave tormenta que terminó lavando su cuerpo. La mancha durará para siempre. Pero ya no le importa. Toda la casa está manchada. Ella misma es una mancha. O un borrón, piensa.
-Alguien tiene que hacerse cargo de las muertes injustas, Mercedes, por eso los sobrevivientes se llaman “deudos”-le dijo al visitarla el obispo de la provincia. Fue la última vez que ella lo invitó a cenar.
El obispo llamó un par de veces, fue hasta la casa, quiso dar con ella. Ninguna de las mucamas quería dejarlo pasar. El obispo le pidió a dos monaguillos que lo ayudasen a trepar la medianera para ver si la niña estaba bien (los ingresos de la familia a la Santa Iglesia eran frondosos y lo desesperaba dejar de contarlos). El obispo se machucó una pierna pero pudo llegar a su ventana. Allí la vio desnuda, mientras dos adolescentes le chupaban entre las piernas. Los adolescentes eran Adolfo y Enrique, que durante algún tiempo vivieron en la casa, a costa de ella, hasta que se cansó también de ellos y empezó a intercalar.
Las primeras orgías fueron sutiles, avergonzadas y podría decirse que hasta decentes. No pasaron más allá de una tranza comunitaria, manotazos de ahogados, lenguas que iban y venían sin rumbo fijo. Fue desesperante amanecer esos primeros días. Se sentía insegura de sí misma, insegura de lo que estaba haciendo. Pero Mercedes desayunaba un vermucito y se tranquilizaba. Miraba hacia el patio, adonde los rosales de mamá se secaban.
Reducir la planta permanente de sirvientes fue su mejor error. Pero estaba conforme. La casa se volvió un basural y las dos mucamas fieles que quedaban un día dejaron de ir. Qué le importaba a ella, si no le importaba nada. Ni siquiera Betún, el gato, que antes de morir de hambre renunció a su amor y se marchó. Hasta el gato se mandó a mudar, pensaba Mercedes. Pero no quería pensar mucho. Fumaba porro al atardecer. Veía cómo caía el sol entre las luces siempre encendidas del patio.
Por qué? Para qué cruzar la vereda? Para que le diera un poco de sol? Mercedes marcaba a sus amigos y sus amigos le traían lo que necesitara, con tal de vivirle la casa, la fortuna. Mercedes pagaba bien. Era una puta invertida. Le encantaba serlo. Estaba dichosa se haberle encontrado una salida al hueco de la existencia. Las madres de otros le lavaban las bombachas (todo lo que, prácticamente, usaba), y eso la hacía feliz de a ratos. El jabón en polvo le evocaba el ejército de mucamas, las acristaladas sonrisas de su madre. De su madre que la había hostigado desde la primaria volviéndola una nerd insegura, llena de malditas obsesiones, de temores, de paranoicas culpas. Que si besaba antes de los trece, que si garchaba dos semanas después de que le venía. Así y todo llegó a abanderada. Y su madre la abrazó orgullosa por romper el mito de que las niñas ricas no pueden ser buenas alumnas. De que las niñas ricas son taradas y cínicas como sus padres que, no obstante, han hecho con inteligencia de los demás sus servidores. De qué lado estaba Mercedes en la mesa? A la izquierda de su padre. Tenía a su madre enfrente y su padre le corregía las posturas obligándola a comer con dolor. Mercedes rogaba que su padre no se ofreciera a llevarla con su chofer a la escuela. Se bajaba y le daba esos besos jugosos, falsos, delante de las demás nenas. Para que las demás nenas (estupidísimas) pensaran que además dinero tenía un padre bondadoso y bien parecido que la acompañaba hasta la puerta de la escuela, protegiéndola además de brindarle una trouppe de profesores privados que la bien educaban. El famoso espíritu santo. Los guiños cómplices de las maestras en las multiple choice. Esos párpardos que indicaban, nítidamente, “la A, Mercedes, la respuesta A”. Porque si no papá no pagaba. Un cero solo vale a la derecha del uno, obesas maestras gordas!
Mercedes sentía pavor de que sus amigas descubrieran que en realidad no estudiaba. Se pasaba comiendo dulce de leche de la lata porque total no engordaba. Porque hasta en eso había salido a la madre: culoncita, menuda, pechugona. Y, afortunadamente, castaño clarísimo, casi rubia, de ojos claros. El sueño de cualquier primo lejano que viniera de visitas, unas vacaciones, para atracarla vuelta y vuelta en la lavandería, el único lugar al que no iban a encontrarlos jamás los padres. Las mucamas sometidas al chantaje de los niños sexuados, que ofrecían dinero a cambio de lealtad y, sino había más remedio, una contundente amenaza de acusarlas. Acusarlas de qué? De cualquier cosa. De que estaban robando dinero de los cajones, de que se probaban la ropa cuando la madre no estaba, de que traían a sus novios oscuros y los hacían cogerlas en el jacuzzi de la suite principal mientras ellos viajaban por Medio Oriente. Cualquier palabra sonaría escasa ante la de Mercedes. Mercedes lo sabía y ese poder la cautivaba. Mercedes supo ser la más puta de las niñas escudándose en un notable disfraz de modelo. Modelo de qué sería Mercedes? Todas las madrugadas, al acostarse, se hace la misma pregunta: a qué vienen esos clamores ciegos de sus amigos fans hechizados por el ganaderos-way-of-life.
A Mercedes habían dejado de importarle las vacas. Las vacas habían sido vendidas por los mismos que se habían quedado con las tierras, los empleados que su padre tan celosamente regulaba. Aquel no era el principal ingreso de la familia sino un hobby de su viejo. Un hobby caro, como los caballos. Trabajar, trabajaba en la empresa que liquidó antes de morir, para que ella heredase buena plata. Mercedes la heredó y quiso cobrarla de una vez y dejarla en un lugar de la casa. Enterró un poco bastante, metió escondites en los árboles. Llenó de billetes los libros y sus amigos fueron quedándose con algunos vueltos. Pero a Mercedes no la plata no le importaba. La clase no es una cuestión de dinero.
Mercedes contempló, desatendida, el contorno de su cuerpo recortado en el espejo del baño. Siempre había reclamado que hubiese allí un espejo de cuerpo entero, para verse bien. Pero los padres, ante la mera sospecha de la masturbación, se lo habían negado. Una vez que ellos murieron Mercedes pudo mirarse desnuda en el espejo del living y descubrió que era hermosa. Esa hermosura etílica que sudaba la inclinó a la noche, la farra y el divertimento. La casa era una fiesta casi diaria y como distaba varias manzanas de las demás nunca hubo problema. Alguna vez llegó la policía, sí. Porque la potencia de las luces de colores en el cielo del martes los alarmaba. Festejaban un cumpleaños, dijo Mercedes, y les dio cien pesos a cada uno. Los policía son los taxiboys más baratos.
Hubo una época en la que ni siquiera quería acostarse. Después de la muerte de los padres ni siquiera tuvo necesidad de estudiar y entonces se daba y se daba con todo por la nariz todo el día. Ya era grande y su vida no tenía sentido. Estaba triste, terriblemente apenada y gris desde la muerte de los padres. Recogida. Y ese recogimiento terminó embarazándola.
Lucero nació una siesta gracias al papá doctor de uno de sus amigos, por parto natural. El partero podía sentir el perfume a alcohol de la casa a varios kilómetros de distancia por lo que no hubo que esterilizar nada. Mercedes se vio ahí, con Lucero en los brazos, y pensó qué futuro le esperaba a la niña entre sus brazos. Quería que Lucero saliera puta como la madre o prefería, en todo caso, que saliera cheta como la abuela? Abandónica como la bisabuela? Quizás estaba en Roma la vieja y ni se enteraba. No la veía desde los once años. Ya no importaba. Que su abuela estuviera viva o no, qué más daba. Mercedes tuvo a Lucero entre los brazos y se sirvió una copa de champagne para celebrarla. Era tan bonita la nena. Podría gatear, fácil, hasta los cuatro años. Romper cosas, arañar muebles. No le faltaría nada. Tendría todos los caprichos. Crecería en sus propios vicios y nadie velaría por su moral salvo ella misma. Lucero iba a ser libre como nadie. La dejaría hacer y deshacer a su manera. Para que ella sí saliera ingeniera.