miércoles, 11 de enero de 2012

eh, dad

pensó, arbitraria, en imprimirle a su escote un nuevo brillo, una madurez todavía turgente. no pasada, como estaba. quería hacerse algo, refrescarse (se hubiese echado hielo en la cara, claro, pero es improbable). juntó el dinero, fue con el cirujano y le dijo "dos tetas así de grandes". y así de grandes se las hicieron. enseguida notó que le faltaba el aire. lucía orgullosa su verano pero se volvía violeta con el paso del tiempo, se le coagulaban las ideas y hacía falta envenenarla los sábados por la noche para que bailara. no hace falta decir en qué condiciones vivía, con qué holgura. atevido es señalar que sí, cogía, pero le debía esa euforia a la curiosidad de los muchachos, siempre hedonistas, que la cortejaban. se acostaban con ella solo para probar que todo aquello era cierto. después, ya no les gustaba. no dejaban teléfonos, ni mails. mucho menos direcciones. se lo hacían de parados, en un asiento o en un hotel alojamiento, de modo que pudiera esconderse, después, el paradero.
el tiempo laa llenó de bilis y plegarias. arrimada a la religión pagana que denostan los cristianos, evacuó temores como tumores y fue expulsando al diablo de su pecho. ya no necesitó pagar para sentirse bien. los muchachos se fueron y las tetas comenzaron a debilitarse, cual si las hubiese inflamado el deseo de ostentarlas más que el agregado interno. cual si la ciencia fuese ridícula y ridiculizante. cual si el arqueo espantoso de su columna anciana no pudiese ser, para su cuerpo, esclarecedor e irremediable. estaba vieja, qué le iba a hacer. cortarse la yugular en dos pedazos? inyectarse goma para sobrevivir a su propio espanto? y si en esta nueva aceptación la dicha cundía, la dicha pronto iba a acabarse.
el repliegue de las tetas contrajo también el apetito. un silencio descomunal reinaba en la casa. unían las moscas infranqueables signos a través del humo. fumaba y lloraba, con la misma patética ironía con que se condena el homicidio un segundo antes de cometerlo. estaba sola y la casa olía a cenizas. eran sus propias cenizas abriéndose paso entre las moscas, mejor dicho invitándolas, incitándolas. llamando por altavoz a los gusanos. gritándoles. "gusanos! gusanos!". caminaba hacia la puerta blanca que unía la calle con la casa. la puerta daba a otras puertas que a la vez abría. hasta el portazo final, en que despertaba en brazos de su padre.
era de las que no decían el año de su nacimiento.