viernes, 20 de mayo de 2011

saViduría

el silencio es musgo. la infancia es patio. nos relacionamos más con las plantas en la vida que con los seres humanos. el malvón de las abuelas, el jazmín, la acaudalada rama de un álamo. nos trepamos a los árboles. andamos viviendo por allá arriba una buena parte de la infancia. pero el silencio es siempre musgo. se pegotea. 
el silencio viscoso de jazmín lechero. esa savia densa que condensa, en su sangre, la llama blanca del pasto. las ramas que se sacuden como brazos dispuestos, a lo lejos, en lo alto, cerca. las uvas inmaduras que salen a bailar antes de cumplir la mayoría y se emborrachan aplastándose unas otras, entregadas al exceso de los azúcares crispados. el mármol del roble, el metálico gomero, las patas hinchadas de los ombúes y el alarido minúsculo, pero fluorescente, de los sauces.
uno vive resguardado en el bosque, intimidado por el griterío de la selva en que los pájaros, abiertos de par en par, dejan caer trozos de mar de la garganta. el buche musical de los pájaros, entre las hojas. incluso cuando a los canarios les desnudan el sexo y el otoño arrasa la intimidad de los gorriones que son breves, sí, pero juguetones. 
tenemos más relación con la naturaleza en la infancia. volverse adulto es tomar conciencia de la propia debilidad. la razón es eso: ganar miedo, perder agallas, deponer al animal para convertirse en ciudadano. un ciudadano que quiere su casa y quiere su patio y las plantas que lo vieron crecer. que sueña, todavía, con ser pájaro. vagamente. cuando fuma, cuando toma, cuando se queda contemplando el techo vacío del mundo que es, ahora, su ojo. 
de niños inventamos un mundo por día. cuando crecemos con un mundo que no nos mate estamos contentos. un mundo que no nos mate y que no mate a los seres queridos. un mundo de hiedras aplastadas, de enredaderas sublimadas. un mundo de plantas sin bichos. un mundo hormigonado y con veredas, con asfalto, con calles, con redes, con subtes, con autos, con trenes. y dentro de los autos ni un alma devota de la fotosíntesis. 
en la adolescencia desprecié grandemente a las flores. encarnaban el símbolo del despreciable ritual amoroso. se disfrazaban de buenas las plantas pero nos estaban asfixiando. después de sentir eso me hice grande. me invadieron los sesos la maleza y el mal. 
cómo hago para reverenciar, de nuevo, los helechos? cómo le pido perdón a los potus, a los ficus, a los latinos y a los griegos? cómo vuelvo a escuchar el aullido profundo de los huesos que se clavan en la tierra? cómo sobrevivo a la ambición de las plantas parásitas? cómo aprendo a vegetar sin perecer, sin temer morir, sin antojo de cesar?
me lavo, me curo, me ducho, me lluevo. recibo el calor y la luz y el sol como una planta. clavo los dedos en la tierra. los dedos me crecen debajo, van absorviendo la humedad de las chicas que luego serán madre. entro en el ciclo del agua: tomo, lloro, meo, escupo, acabo. reseteo la maleza humana sin poner un centavo. porque es gratis ser humano. ser libre. e incluso ser feliz. gratis o, cuando mucho, barato. siempre alguien nos riega. siempre alguien nos habla al oído mientras dormimos porque cree que, como las plantas, de algún modo escuchamos. el intenso viento  del sol nos sacude. también nosotros tenemos, después de florecer, semillas adentro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario